miércoles, 21 de abril de 2010

Estatica mirada.

Esta tarde mientras paseaba por Villa la volví a ver. Intentando cambiar mi miedo me enfrente a ella y la mire. Pero no soy capaz, no puedo retener la mirada fija en sus ojos más de cinco segundos. Como un demonio entra en mi mente y fluye por ella como una pluma que se desliza por el aire. Miedo, es lo que me provoca clavar mi mirada en ella aun sabiendo que la curiosidad y la atracción es superior al terror que despierta su mirada.
Cada vez estoy más convencido de que sabe lo que pienso, sabe como soy y qué hacer para demostrármelo con la fría mirada que despiden sus ojos. Sin decir una palabra me conoce, hace que despierte de mi sueño y que el corazón de bronce vuelva a latir.

Que triste es enamorarse de una estatua.

Bailarines nocturnos.

Dos personas, una frente a frente, juntaban sus miradas.


El alzaba su brazo derecho con el puño casi cerrado y la palma de la mano hacia arriba. El izquierdo lo doblaba hacia abajo en dirección a la pelvis.
Ella curvaba su brazo derecho con la palma de la mano abierta mirando al cielo y el izquierdo lo apoyaba sobre su cintura.
Esta imagen, de dos estatuas una contra la otra, se hallaba en la plaza de las farolas en un pequeño pueblo de Madrid. Escondidos en el casco viejo del pueblo pasaban los días solos. Enfrentados. Pero por la noche, al caer el sol, el frio bronce de su cuerpo se iba calentando hasta convertirse en piel humana. Era en ese momento cuando los dos amantes bailarines podían acercarse para poder tocarse.
El aire que antes les separaba se convertía en vaho por el calor de sus cuerpos, la distancia a la que se encontraban sus labios mientras eran estatuas se reducía a escasos milímetros y sus ojos, antes frio acero, derramaban esas lagrimas que les hacían sentir vivos.
Pero al alba, con los primeros rayos del sol sus cuerpos cálidos y humanos se convertían en frio metal para volver a ocupar sus posiciones de bailarines separados por metro y medio de distancia.
Durante decenios era así. Por el día dos frías estatuas contempladas por ancianos, madres con sus hijos y amantes enamorados. Pero por la noche eran ellos los dueños de sus actos, quienes podrían vivir su propia vida sin el peso del bronce.

Todos estamos sujetos a un helado metal que nos impide movernos, que no nos deja ser libres en nuestros actos.